Reproducimos el texto leído por el escritor Jorge Eslava durante la presentación del libro Godard! Textos escogidos 2001-2011, celebrada en el último 11 de agosto en el Centro Cultural PUCP, y en el marco del Festival de Cine de Lima.
Militantes del cine
Para un hervidero de muchachos de mi generación, universitarios en su mayoría, extraños de pelo largo y con bolsos repletos de libros, ha sido una experiencia inestimable haber convivido durante años en las oscuras salas de un cine. Muchos de aquella promoción —aficionados al arte, agitadores sociales o místicos del humo— nos hemos fundido codo a codo en un cuerpo fascinado y sin rostro. Era un tiempo ilimitado, sumergidos en la callada penumbra de una sala y exaltados por la irradiación de una luz prodigiosa que, sobre nuestras cabezas, inauguraba el mundo como si fuera el primer día del génesis.
Ninguno de aquellos jóvenes tenía duda: en el ecran germinaba una nueva vida, que respiraba más intensa y trascendente que la precaria que nos tocó vivir. Fuera en cinemas de estreno o de barrio; en aulas universitarias, sindicatos o cineclubes donde se proyectara alguna película americana o europea, brasileña o cubana, la sala constituía para nosotros una morada entrañable de formación ética y artística.
Aquellos jóvenes hijos del Che Guevara y de Bob Dylan, de los aires de cambio y del amor libre sabíamos que pasábamos nuestras mejores horas hundidos en las butacas de madera y terciopelo, que nunca olvidaríamos las lágrimas provocadas por alguna íntima escena de Bresson, que guardaríamos como una joya la risa absurda ante la comedia italiana, que no repetiríamos jamás la inocencia de aquellos primeros besos al amparo de las sombras. Éramos muchachos de jean que abandonaban lentamente la sala, tras la última línea de los créditos, enmudecidos por la extrañeza de alguna película de Bergman o dándonos el tiempo suficiente —como sostenía Roland Barthes— a que cayera la piel de los personajes que acabábamos de contemplar y que se había adherido a nuestro cuerpo a lo largo de la proyección.
Aquellos jóvenes hemos sido testigos de la destrucción de los cinemas y de su conversión en santuarios de fe, de la torpe imposición del cine en casa, donde el tempo de la ficción marcha al capricho del mando de control y hemos sido testigos también del tráfico indiscriminado de la peor producción cinematográfica mezclada con las glorias de la creación humana. Pero no solo se ha mudado de lugar el acto de recogimiento y gozo de compartir una película, sino que se ha arrancado el carácter litúrgico que tenía el cine. Nos entregábamos, con ansiedad, a la encantada dimensión de ser alguien distinto y ocupar un espacio ajeno, lejos de nuestras propias circunstancias. A pesar de su delgada superficie, cultivábamos el misterio de que algo muy denso y complejo escondía una pantalla.
A menudo pienso que es lamentable lo que hemos hecho con nuestras vidas, en estos cuarenta años transcurridos. Aquella generación de jóvenes de los setenta —a la que pertenecí—, ha permitido sin suficientes muestras de rabia o vergüenza el empobrecimiento de la cultura y la banalización del cine nacional, tan indignamente complacido en el éxito de la taquilla y esquivo de asumir riesgos, desperdiciando la ejemplar escuela sin pizarrón ni didactismo que representa el cine y que pudo habernos enseñado a reconocer mejor los temas y el espíritu de una nación urgida de reflexión y sentimiento. Nuestro cine, como buena parte de nuestra música, no ha estado dispuesto a cristalizar ciudadanos exigentes con el fuego persuasivo y noble del arte.
Después del extraordinario trabajo fundacional y formativo de la revista “Hablemos de cine”, los ahora viejos de aquella generación hemos emprendido algunas tareas meritorias, aunque la mayor parte de nuestro esfuerzo ha oscilado entre la equivocación y la indolencia, pues hemos cuidado demasiado no alterar las marquesinas del gran teatro social. ¿Por qué nos ha costado tanto jugarnos el pellejo por las antiguas banderas de la ilusión? Bien merecemos, entonces, una llamada de atención.
Como profesor, no pude evitar celebrar desde el comienzo la aparición de la revista Godard! Justamente porque encarnaba una fuerza renovadora y valiente. No me asustó ni molestó, más bien me sedujo su temple combativo que empleaba un lenguaje levantisco y un sentido frontal de insurgencia, sostenido en el buen gusto y el conocimiento profundo del arte cinematográfico. No advertí en esa energía juvenil un gesto mediático ni un ápice de aventura insustancial. Era evidente la seriedad del compromiso: un talante sedicioso, sí, pero bajo una sabiduría creciente y un discernimiento responsable. Diez años después debe alegrarnos que el libro que presentamos sea la prueba indiscutible de la validez de su propuesta.
Hace años estoy suscrito a la revista Godard! y he leído casi todos sus números de cabo a rabo, con delectación, rara vez no concordando con alguna reseña. He asistido a varias presentaciones de la revista, a muchas de sus proyecciones, a los estimulantes talleres de Sebastián y Leny, a las charlas de Claudio Cordero y Martín Mauricio y no he visto nunca a su alrededor el cielo iluminado por los fuegos artificiales; en el arsenal del equipo de redactores no hay pirotecnia, se ha exagerado su ánimo beligerante, se ha distorsionado la mirada punzante y pertinaz con la bravata o el empellón.
Considero que donde hay convicción y buenas maneras no puede haber señal de pleito y menos provocación irrespetuosa. El incitante olor a pólvora que algunos han creído percibir o han preferido imaginar, es más bien la inevitable adrenalina de un equipo rebelde e incordiante, capitaneados por Claudio Cordero y Sebastián Pimentel, quienes han soldado una vocación magisterial con esmero intelectual y aguda sensibilidad.
A ellos les ha correspondido prevenirnos y, cuando ha sido necesario, amonestarnos. No es la hora del resentimiento. Ellos han asumido la tarea difícil de educar una sociedad en el ámbito de la cultura; lo he calificado de “compromiso magisterial”, porque además de ejemplarizar con la constancia de una conducta colectiva —publicación, talleres y eventos frecuentes—, este libro consolida una disposición expresada en la revista y que ahora, editado en volumen, con una selección de sus mejores textos, adquiere para mí el tramado reverente de la enseñanza. Me atreveré a llamarla vocación religiosa, en el sentido etimológico del términos: religare: vínculo, mezcla, contagio.
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El filósofo y pedagogo George Steiner se pregunta: ¿Qué es lo que confiere a un hombre o a una mujer el poder para enseñar a otro ser humano? ¿Dónde está la fuente de su autoridad? Los jóvenes de Godard! han advertido que la enseñanza del arte es una experiencia estética que exige el contacto gozoso entre el hombre y la obra, entre el espíritu y la materia. No los devela la pretendida objetividad del cine ni las alambicadas teorías del arte. En mi opinión su postura está cerca de la Estética de la recepción, un postulado cultural múltiple y articulado, donde el lector interpreta los significados del film basado en su bagaje y experiencia. Y aquí la enseñanza se hace más íntima y placentera, porque opera por el arte del contagio.
Las preguntas fundamentales son: ¿Será posible educar el gusto estético? ¿Cómo cultivar en los otros el aprecio por una obra de arte? Sigo en la convicción de que es una tarea indispensable y obstinada como pocas, porque casi siempre se marcha a contracorriente. El maestro Constantino Carvallo ha escrito en uno de sus textos: “… los cinco sentidos son un trabajo de la Historia Universal. Es decir, si bien el cuerpo hereda un aparato sensorial específico –ojos y piel, papilas y olfato– no es suficiente para percibir lo bello o lo sublime. Es necesario que se creen órganos etéreos, indefinibles, prolongaciones espirituales de la carne; ojos para apreciar la belleza de la luz, el juego del color o la armonía de unos sonidos, su hechizo. Como a las almas de Platón, hace falta que surjan esas alas, órganos santificados que se vinculan con lo estético como una nueva manera de ejercerse, de mirar y escuchar más allá del humor vítreo, la retina o el tímpano.”
Todo ese esfuerzo lo tenemos ahora en el libro que han compilado Claudio Cordero y Sebastián Pimentel. Libro que ofrece una cartografía diversa e interesante, con más de cincuenta textos que nos permiten valorar la percepción crítica y la versatilidad de estilo de sus veinte autores seleccionados. La estructura elegida ha organizado la mitad de sus textos más breves, las reseñas, en su parte inicial. Se trata de apuntes de excelente factura, algunos notables como los que abordan las películas “Cuatro meses, tres semanas, dos días”, “La teta asustada”, “El gran pez” y “Golpes del destino”.
La segunda sección presenta textos más dilatados y punzantes, muy significativos y algunos sumamente conmovedores como el titulado “Paul Newman. La sombría serenidad en el lente”. La sección siguiente está dedicada a las entrevistas y son diez realizadores sometidos a las inquietantes preguntas de los colaboradores de la revista. Magníficas todas las entrevistas, pero me quedo con las que iluminan a dos figuras venerables: Nelson Pereira Dos Santos y Armando Robles Godoy. La última sección es una preciosa galería de personajes vinculados al cine: los compositores musicales Danny Elfamn —una especie de armonio gótico adherido al alma de Tim Burton— y Howard Shore, autor monumental de la trilogía de “El señor de los anillos”; un perfil de Cassavetes y James Mason, dos actores hondos y vulnerables y finalmente el registro de una voz cuya vibración parece provenir de los reinos de ultratumba.
He querido dejar el prólogo para el final. Texto escrito al alimón entre Pimentel y Cordero, que constituye una categórica declaración de principios. Sincera y coherente. Manifiesta no solo una pulsión estética y el afán de desentrañar sus mecanismos interiores, sino que decanta un sentido artístico y una probada disciplina moral. Si bien fue la pasión por el cine que convocó a un grupo de estudiantes, a fines de los noventa, ellos advirtieron que “no todo es cinefilia”. Que pertenecen a un país de carencias y de desconcierto y que era preciso, como quería Basadre, “encender una luz antes que maldecir las tinieblas”. Se embarcan en una revista de crítica cinematográfica, con una previsible vida corta que no los disuadió; por el contrario, les reclamó mayor valentía y meditación para adquirir una identidad propia, diferenciada claramente de los críticos de entonces.
“… si uno leía las críticas de esa época acerca del cine peruano, jamás iba a encontrar, ni por asomo, una atestado de lo que era, desde nuestro punto de vista, un escenario desastroso. Películas como Ciudad de M (Felipe de Degregori), Coraje (Alberto Durant), No se lo digas a nadie y Tinta roja (Francisco Lombardi), poblaban la cartelera. Sin embargo, la crítica que se consideraba seria, rigurosa, exigente y especializada… había dejado de criticar en el sentido fuerte de la palabra, estos trabajos que, nosotros, considerábamos paupérrimos. Lo que para ellos podrían ser errores con los que había que ser “comprensivo”… para nosotros evidenciaba un problema de fondo: falta de riesgo, desgano, truculencia, subestimación al espectador”.
Es difícil no estar de acuerdo con estos juicios, por severos que sean, cuando muchos de nosotros exigimos una educación de calidad, una práctica sana del deporte, un teatro responsable, una literatura honesta, un circo comprometido, una música creativa y una programación televisiva menos ruin. ¿Debe estar el cine exento de estas responsabilidades?
Los veinteañeros fundadores de la revista Godard! se equivocaron en un punto, para beneplácito de sus lectores: la revista sobrevivió al malagüero destino que temían y ha cumplido su primera década. Vida lúcida y perseverante que les permite ahora comprobar que empieza a realizarse un cine más arriesgado y digno en el Perú. Que algunos de los cineastas consagrados han prolongado su decadencia hasta eclipsar y que ha surgido una nueva generación dispuesta a ofrecer un testimonio artístico, aunque austero, mientras la figura y la obra de Armado Robles Godoy esperan una oportunidad de reivindicación.
No exagero al sostener que este libro tan admirablemente pensado y escrito, con tantas virtudes, incita a recomponer muchos de los valores culturales y políticos del país. A mí me ha recordado que en este territorio no en vano han muerto setenta mil personas en la guerra interna y que el informe de la comisión de la verdad nos involucra hasta el hueso. Así se hacen las cosas: gracias, queridos amigos, nos han entregado un libro honesto y solidario; cuya lectura nos enriquece el espíritu y nos desvalija el bolsillo, porque correremos a adquirir muchas de las películas exaltadas en sus páginas.
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