Llega desde Argentina nuestra cobertura anual del Festival de Mar del Plata en dos capítulos exclusivos para el blog de godard!
I.
"Las estrellas son las películas". Este fue el lema que legitimó el "24° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata". Como siempre, y a pesar de la austeridad con la que se desarrolló esta nueva edición, la programación contó con títulos de importantes realizadores esperados por el público local. En distintas secciones, pudieron apreciarse sus más recientes trabajos que fueron clasificados según sus intenciones formales, manifestaciones de género y búsquedas personales. Destacaron jóvenes promesas como Pascal Alex-Vincent con Donne-moi la Main (acerca de unos hermanos gemelos en un viaje de iniciación sexual); Duncan Jones con Moon (un homenaje a la sci-fi de solitarios lunares a merced de especulaciones corporativas); Jonathan Caouette (contundente en la democratización del rock con su All Tomorrow's Parties) y Damien Chazelle (un alquimista en Guy and Madeline on a Park Bench); se tomó contacto con el legado de Jim Henson y Javier Fesser y pudo aprovecharse algún que otro clásico desempolvado para la ocasión.
Como siempre, hay autores que no pueden pasarse por alto y merecen una atención especial por el impacto que suelen causar en el público de distintas edades. En este informe, hay lugar para consagrados y noveles, por innovadores y polémicos. Es el caso de Anticristo, la película que más se puede aproximar a un grito. Tal afirmación no es caprichosa y proviene del asombroso diálogo que Lars Von Trier entablara con Knud Romer Jorgensen (de destacada actuación en Los Idiotas). En base a inquietantes preguntas y fatales respuestas, salieron a relucir los temores presentes del realizador, y cierta fascinación por el trabajo con los géneros y la voluntad de manejar las imágenes a su antojo. La historia es simple: un matrimonio pierde a su pequeño hijo y su estabilidad emocional se pone a prueba. La excusa perfecta para que un devoto confeso de la obra de Strindberg someta al espectador a algo parecido al infierno en la tierra. Un compendio de arrebatos sexuales, miedos ancestrales, autoflagelaciones y conductas paroxísticas se desatan por la autoridad paterna: un psiquiatra que buscando la contención de su esposa propicia el pandemonio. Al igual que en Vinyan (donde Fabrice Du Welz escenifica el tedio matrimonial apelando a "El corazón de las tinieblas") todo se resume en tres preceptos: duelo, dolor y desesperación. El trabajo visceral de Charlotte Gainsbourg (similar al de Isabelle Adjani en Posesión de Andrzej Zulawski) le valió el Premio a la Interpretación Femenina en Cannes y la performance de Willem Dafoe puede ser percibida como una vuelta de tuerca sobre su rol en La Última Tentación de Cristo. Sin embargo, lo que más impacta de Anticristo es la capacidad de Von Trier de manipular al público. Las innumerables lecturas que genera el film van desde una aproximación al universo jungiano, la alusión a la adoración de los tres mendigos, la intromisión de la brujería como recurso analítico e inevitables influencias literarias y cinéfilas del director. Esta elocuencia estilística puede molestar a más de un crítico acostumbrado a un cine de corte social, adocenado y sin un ápice de exabruptos, pero siempre habrá adeptos dispuestos a atesorar este tipo de manifestaciones. Y si no hay tregua, queda la posibilidad de adentrarse en los sinuosos laberintos de Anticristo en clave autobiográfica: "ésta era una película de emergencia' para mí...debía hacer algo o me quedaba en la cama contemplando la pared", dice Von Trier. Con esta afirmación, el hecho artístico queda saldado.
Siguiendo los pasos sanadores del cineasta danés, Alain Cavalier da forma a la pérdida en la sombría e inquietante Irene; una evocación perturbadora sobre su febril y enigmática compañera Irène Tunc, fallecida en 1972. En la aparente serenidad poética del relato, se vislumbra la fascinación y perplejidad que esta mujer causó en los hechos creativos del realizador. Conocida por pocos, Irène Tunc logró el título de "Miss Francia" en 1954 y fue actriz de películas que quedaron en la retina de admiradores del cine europeo de esa época, sirviendo de fuente de inspiración de muchos trabajos de Cavalier. Se la pudo ver en Afrodita, Diosa del Amor (1958); Un cura (Jean-Pierre Melville) y Las Dos Inglesas (Francois Truffaut). En La Chamade (1968), y a pesar de la adaptación de Francoise Sagan de su propia novela, Cavalier llega a incorporar una situación acontecida en su tarea cotidiana autoral, como marca referencial de su atribulado vínculo sentimental. Esta circunstancia conmovedora (donde se habla de rapto y ausencia), fuerza el carácter sinuoso de esta obsesiva búsqueda del tiempo perdido donde se alude, una y otra vez, al repentino deceso cargado de momentos furtivos y sentimientos de culpa. Bajo los ribetes de un diario atemporal y necesario, Cavalier va registrando calles, casas y objetos personales con el fin de trascender la muerte como algo físico e irreparable. Hasta se permite imaginar una ficción futura, valiéndose de una foto de Sophie Marceau. Sin dudas, una lección de cine donde se abandonan los tecnicismos con el fin de perpetuar al ser amado.
Curiosamente, otro documental examina lo inacabado desde una perspectiva diferente aunque no menos agónica: L'Enfer d' Henri-Georges Clouzot revisa los curiosos pormenores que ocasionaron la cancelación del ambicioso proyecto que reuniera a Serge Reggiani y Romy Schneider de la mano del iconoclasta director francés. Conocido por su cambiante carácter, su caprichosa forma de conducirse en el set y su visceralidad a la hora de imponer sus criterios artísticos, Clouzot había jugado todas sus fichas a que su nuevo film generaría una bisagra temporal en la concepción audiovisual de sus contemporáneos. Sin embargo, y como sucediera en El Estado de las Cosas, por incompatibilidades, dudas creativas y deserciones, la película jamás se concretó. De la mano de Serge Bromberg y Ruxandra Medréa, hoy se pueden conocer los vestigios de lo que no fue y lamentar que tales experimentaciones no hayan visto la luz. Un muestrario de precisos storyboards, infinitas pruebas de vestuario, juegos caleidoscópicos de avant-garde, insolentes indicaciones actorales y una historia donde los celos lo entorpecen todo, hacen de L'Enfer un deleite para masoquistas. La historia pudo ser recreada por Claude Chabrol, treinta años después, con Emmanuelle Béart y Francois Cluzet, pero este acto de buena voluntad no resulta suficiente. Este paseo incómodo por los procedimientos sinuosos y arbitrarios de Clouzot (reseñado por sus más cercanos colaboradores, desde Costa-Gavras pasando por la afamada Thi Lan Nguyen) no hacen más que confirmar que su fama era insoslayable y merecida. Los close-up devotos y obsesivos dedicados a Romy Schneider pueden indicar cierta patología propensa a la neurosis pero... ¿no es excusable?...En estos casos, mi pulgar siempre apuntará hacia arriba.
Algo parecido me sucede con Jacques Rivette. Debo confesar que 36 Vues du Pic Saint-Loup no me impactó tanto como la bella y refinada Ne touchez pas la hache o La Duquesa de Langeais (adaptación de Balzac de una historia de amor imposible). Pero, en honor a la verdad, la colaboración con Christine Laurent y Pascal Bonitzer rinde buenos frutos (incluímos aquí Vete a Saber y La Historia de Marie y Julien). Comparte con Clouzot a William Lubtchansky, su fotógrafo favorito y lo que podríamos denominar "una broma del destino" al narrar el encuentro fortuito de dos seres a la deriva: un despreocupado viajero italiano (Sergio Castellito) y una mujer que vuelve al circo de su padre (una otoñal Jane Birkin). Más allá de una atracción inicial, su repentina unión de voluntades presupone cuentas pendientes que deberán ser saldadas. Breve, concisa, sorprende por su rigor expresivo y una puesta en escena abandonada por muchos directores actuales: la del 'juego de representaciones' (se me ocurre La Escurridiza de Abdel Kechiche o Cantando Dietro i Paraventi de Ermanno Olmi como casos excepcionales). La mejor opción, si se tiene en cuenta que Rivette es fiel a sí mismo. La idea del 'viaje iniciático' como factor de sanación de voluntades quebradas y los cruces entre realidad y fantasía para morigerar conductas rutinarias han constituido el leitmotiv de muchas de sus historias (por ejemplo Céline y Julia Van en Barco donde asoma la tradición de los cuentos infantiles; Merry-Go-Round, metáfora del desencuentro; Le Pont du Nord, sobre el deambular de dos mujeres asociales o El Amor por Tierra, mezcla de ensayos teatrales; espectros y habitaciones prohibidas). 36 Vues du Pic Saint-Loup no es la excepción y a pesar de muchos que le reclaman una renovación. ¿Por qué debería hacerlo? Combinar ascetismo con picardía y amour fou con tramas detectivescas es su marca registrada. Y no cualquiera tiene el pulso suficiente para lograr un buen trazo.
Mencionar La Escurridiza me trae a colación Yuki & Nina de Hyppolyte Girardot y Nobuhiro Suwa. Un examen implacable de la incomprensión de los adultos en el vínculo con sus pequeños hijos. Realizada con procedimientos al estilo de Jacques Doillon, sorprende el trabajo actoral de las niñas que, en su mundo imaginario, intentan lidiar con la inevitable separación de los progenitores de una de ellas. Un futuro viaje a Japón (que Yuki desea evitar a toda costa por apego a su mejor amiga) sirve para registrar la desolación y el abandono al que se ve expuesto un menor que no comprende las decisiones de sus mayores. El candor y la inocencia de las criaturas se pone de manifiesto en las quimeras que elucubran para lograr lo imposible: unir un matrimonio hecho trizas a través de obsequios artesanales; corazones dibujados y cartas de amor. Estos detalles mágicos y desesperados (como la huída al bosque para emanciparse) determinan la riqueza argumental sobre la que descansa el film. Suwa conoce el tema a la perfección ya que ha incursionado, en más de una oportunidad, en los problemas de pareja trabajando el punto de vista del otro. La desintegración familiar es el epicentro de sus historias pero en Yuki & Nina la trata desde la óptica del infante. Tarea difícil resuelta con creces.
Hablando de disfuncionalidades, Dogtooth de Giorgos Lanthimos desató todo tipo de comentarios. Un industrial somete a su familia a una suerte de reino del revés donde la lógica del mundo exterior pierde todo tipo de significación. Oda al encierro y a la sumisión, el filme puede ser percibido como una crítica al conservadurismo europeo y al control ejercido sobre la libertad de pensamiento de los menores. Sin embargo, en un juicio a priori, recordé El Castillo de la Pureza y la forma en que Ripstein manejó el sadismo impuesto por la autoridad patriarcal a su mansa prole. Aquí, los rehenes son adultos que obedecen mandatos malsanos aceptando historias inverosímiles; vínculos incestuosos y definiciones perversas. Un gato se vuelve el propiciador de posibles asesinatos y un simple objeto se canjea por prácticas sexuales desconocidas. Para Lanthimos, todo es válido y no hay que buscar una explicación concreta. Dogtooth define la incertidumbre de quien crece en el seno de la comunidad griega y no sabe manifestarse fuera de la 'dependencia' del vínculo. Por extensión, una reflexión sobre como los líderes de grupo imponen reglas sin permitir disensos. M. Night Shyamalan en La Aldea o Peter Weir en The Truman Show lo hicieron a su modo. En todos, el muro es el elemento catalizador de la inacción aunque la visión cínica y desesperanzada de Lanthimos (cercana a Haneke) invita a reflexionar de un modo interactivo y sin prejuicios previos.
Todd Solondz en Life During Wartime asume esta posición, volviendo a sus viejas obsesiones en formato soap opera. Suerte de La Caldera del Diablo con aroma a Woody Allen, sorprende la habilidad con que el director maneja lo narrativo de forma tal que lo patético se vuelve grácil. Los tabúes sociales del norteamericano promedio forman parte de la práctica habitual de sus personajes; en un desayuno o una cena, discurren temas como el suicidio, las adicciones o la pedofilia. Pero, el asfixiante microcosmos que arma en derredor de sus historias de amor y perdición es el que lo convierte en un iconoclasta. Olvidamos que Paul Reubens fue Pee Wee Herman o Charlotte Rampling una musa del cine de autor porque las composiciones sufren un proceso de transfiguración cautivante en pos de un distanciamiento crítico. Sin lugar a dudas, el rey de la tragicomedia contemporánea donde la conmiseración y la expiación no son moneda corriente.
Silvia G. Romero
II.
De entre toda la marea de películas del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata edición 2009 pueden rescatarse varias. Como sucede en todo suceso de este tipo, no todo lo que brilla es oro y aparecen más vidrios pulidos que diamantes, pero una escueta y sucinta mirada revela entre lo más interesante a Camino, de Javier Fesser (realizador invitado y del cual pudo seguirse su retrospectiva), y Madre de Boon Joon Ho (una de las mejores cintas de la competencia oficial).
La primera escena del filme de Fesser nos muestra a Camino (Nerea Camacho), de 11 años, enferma terminal de cáncer que en su lecho de muerte está rodeada por su madre Gloria (Carme Elias), un par de curas y casi todo el plantel médico del hospital de Pamplona donde la han internado. En un lapso de agonía, la niña pregunta si podrá estar "en la obra" (“la obra", en la jerga, es el Opus Dei, el movimiento fundado por el cura católico Josemaría Escrivá de Balaguer en 1928), como respuesta, el cura que le ha dado la extrema unción (Jordi Dauder, caracterizado como Escrivá Balaguer) saca una estampita de "San Josemaría" y se la apoya en el pecho. De ahí en más comienza un flashback, la película nos retrotrae a 5 meses antes, cuando la niña aún tenía cabello, salud, e ilusiones. Como otras niñas de su edad, ella asiste a un colegio católico y se interesa por las mismas cosas que sus amigas, como ingresar a un grupo de expresión corporal y teatro que un profesor arma fuera del horario escolar, al que asiste Cuco (Lucas Manzano), un niño por el que se siente atraída. Se reconstruye la relación con su dominante madre, convencida de que nada es lo suficientemente grave como para levantar la mínima duda sobre la Voluntad de Dios o sobre las instrucciones de los curas del Opus, que le "aconsejan" lo mejor para ellos (en este caso, "aconsejar" es un eufemismo para describir la presión con que se suele manipular psicológicamente a los miembros de dicha secta). El cuadro familiar se completa con un padre de buena voluntad pero indeciso (Mariano Venancio), una hermana mayor ausente que ha ingresado como "numeraria" en el seno de la organización (Manuela Vellés) y algunas imágenes que pueblan las fantasías oníricas de Camino, como una especie de duende llamado Mr. Meebles o un espantoso ángel de la guarda. El director Javier Fesser no deja ni un minuto librado al azar, y cada diálogo, cada personaje secundario o cada situación tiende a mostrar la sutil pero permanente lucha entre madre e hija, entre la fuerza negativa del fanatismo religioso y la muerte, contra la fuerza del amor, la adolescencia y la vida.
A pesar de lo sobrecargado de la trama, los personajes del Opus no están demonizados ni aparecen efectuando cruentos rituales, como en filmes falsamente polémicos como El Código Da Vinci, que el Vaticano sugirió a sus fieles no ver debido a la falsa imagen que pretendía imprimir de dicha organización. Si bien es cierto que a un espectador desprevenido le puedan caer pesados los padres del Opus que se muestran en la película, una segunda lectura de la trama tiene más relación con esas viejas películas estilo La Profecía en que cualquier individuo que se opusiera a los satánicos designios del Anticristo, terminaba atravesado con un pararrayos o con su cabecita cercenada por un panel de cristal. Cualquier persona o elemento que se interponga en la voluntad del Señor, en esta analogía, es simplemente quitado del camino. ¿Qué mejor lectura para ensalzar el poder del Señor y conciliar la perspectiva del Opus y del católico común y silvestre?
Madre de Bong Joon-Ho. Un joven medio lelo llamado Do-Joon (Won Bin) es golpeado por un Mercedes Benz que se da a la fuga. Su sobreprotectora madre (Kim Hye-Ja) se altera y corre en su ayuda. Do-Joon y su amigo Jin-Tae rastrean el automóvil y llegan a un club de golf, donde se introducen y atacan a tres o cuatro golfistas uno de los cuales sería el conductor. Todos terminan en la comisaría, donde un inspector trata de apaciguar el revuelo. Por la noche, Do-Joon se embriaga y al regresar a su hogar, se ve atraído por una colegiala que deambula por la noche. Al otro día la chica aparece muerta, asesinada, en la terraza de una casa abandonada. En el lugar encuentran un rastro de la presencia de Do-Joon con lo que la policía lo interroga y arresta como responsable. A todo esto, la madre de Do-Joon comienza a realizar todo tipo de averiguaciones, primero con el inspector, luego con un abogado y finalmente por si misma, con tal de sacar de la cárcel a su hijo. ¿Podrá esta Miss Marple surcoreana descubrir la verdad sobre el asesinato de la joven estudiante? ¿Logrará encontrar alguna pista soslayada por la policía? ¿Encontrará al verdadero asesino? Sin dudas cumplirá todas estas asignaciones y más, pero a costa de un largo aprendizaje que va progresando a medida que la película va cambiando de registros y géneros. Previamente su director, Bong Joon-Ho, había brindado esa revisión del cine de monstruo gigante, The Host, que impregnó con una dosis continua de comedia y sátira. Similar dosis acompaña el relato de la madre que investiga, sin embargo, el foco de interés gira en torno a un elemento ya planteado en su otra película previa, Crónica de un asesino en serie: la memoria. En una escena, la Madre indica a su hijo un ejercicio que supuestamente le hará recordar aquellas imágenes que su ebriedad borró. Repitiendo ese ejercicio (que consiste en frotarse las sienes con los dedos), Do-Joon recuerda... pero nada precisamente útil para esclarecer el caso. Es su obsesiva madre quien lleva hasta sus últimas consecuencias la búsqueda de recuerdos y retazos de memorias con tal de lograr su meta. La investigación se aleja lo más posible del lugar común del típico cine de "buscando pruebas de su inocencia" - que el cine norteamericano convirtió en cliché ya antes de la era del sonoro- y logra un auténtico hallazgo: que al descubrir la verdad, ni la Madre ni el espectador quieran creerla. Al igual que la madre de Camino, personajes muy fuertes que son sufridos de una u otra manera por sus hijos.
En Ricky de François Ozon, más allá de la obvia y ñoña comparación que puede surgir con Tobi, el Niño con Alas (1978) que dirigiera Antonio Mercero, Ricky vuela con envión propio. Ozon regresa al terreno del cuento pervertido, tal cual lo había hecho con Amantes Criminales (1999). La joven madre soltera Katie (Alexandra Lamy), que ya tiene una nena a cuestas (Mélusine Mayance), se enamora de Paco (Sergi López), un compañero de trabajo con quien sale y rápidamente convive. Katie queda embarazada y todo marcha bien hasta que el bebé nace y ambos progenitores deben repartirse para cuidarlo y continuar trabajando. Ricky (un rechonchito Arthur Peyret) es un bebé simpaticón, tierno y saludable, como la mayoría de los críos, pero algo anda mal porque se la pasa llorando. El motivo de ese llanto es que sufre la aparición de unas protuberancias en la espalda que, con el correr de los días, evolucionan en alas con auténticas plumas. La pareja se separa, y Katie debe arreglárselas con su hija Lisa para cuidar al bebé, siempre tratando de mantener oculto el tema de las alitas para evitar llamar la atención de los demás. Las madres usualmente tienen bastante trabajo en prevenir que sus bebés, ni bien aprender a gatear, se escapen fuera de su radio de acción. La problemática es superlativa cuando el bebé en cuestión en vez de gatear, es capaz de volar. Ozon se las ingenia para hablar del pánico a la paternidad/maternidad por un lado, la dificultad de las relaciones de pareja actuales y se adentra en el tema de la evolución/involución. Ricky es un “niño índigo”, como sucedía con el español Tobi, ambos tienen algo de lo que las alas son solamente una manifestación exterior, una excusa para presentar la diferencia y la necesidad de volar con lo que ello indica: el dominio del aire, el crecer hacia arriba, la evolución continua.
Algunas secuencias que nos sumergen en el laberinto de una madre soltera que intenta insertar una figura paterna en su familia parecen de un oscuro drama psicológico sin salida y escena con el chiquillo perdido en un supermercado, nos remite directamente al cine familiar americano. Ozon va armando un rompecabezas cuya última pieza debe ser completada por el espectador, cada uno ve lo que puede o quiere. El balance es positivo.
Un Profeta de Jacques Audiard, inicia con el ingreso a una prisión francesa de Malik (Tahar Rahim), un joven árabe inmigrante que resalta por su ausencia de identidad étnica o cultural propia. A poco de ingresar se percata de la situación: si quiere cumplir su condena de 6 años y sobrevivir va a necesitar protección. Quien se la ofrece es Cesar (Niels Arestrup), jefe de la mafia de los corsos con jurisdicción tanto dentro del penal como en el exterior. El problema es que Malik tiene que cumplir un "favor" para Cesar, que consiste en liquidar a un recluso árabe llamado Reyeb (Hichem Yacoubi). Hasta aquí es una historia de prisioneros con personajes y misiones bien definidas. Superada esta instancia, Malik avanza como peón de Cesar, más tarde como mandadero en sus salidas semanales por buena conducta y, posteriormente, como "cuentapropista", llevando a cabo negocios para sí mismo y con su secuaz y amigo Ryad (Adel Bencherif), afectado de cáncer de testículos y con poco hilo en su carretel de la vida. La película se extiende durante dos horas y media, lo que da tiempo al director Jacques Audiard de poner en pantalla escenas de gran violencia, momentos ligeramente épicos, conflictos humanos y un ajedrez en que evolucionan tres diferentes tipologías que coexisten en la misma prisión: árabes, corsos y gitanos. A la manera de los sicilianos, judíos e irlandeses que se desenvolvían en El padrino de Coppola, estos seres interactúan llevados por los más íntimos y humanos impulsos: racismo y codicia. A pesar de una cámara inquieta, casi documental, que acentúa la opresión y el clima sórdido del pabellón, hay momentos puramente cinematográficos, en que podemos descubrir que las estupendas dotes plásticas del director van de la mano de su magnético poder narrativo.
Finalmente, una sección también muy positiva fue la que se basó en filmes basados en Georges Simenon de ahí, el ya clásico Monsieur Hire (1989) de Patrice Leconte. Monsieur Hire (Michel Blanc en sensible caracterización), un sastre de barrio, calvo, de contextura débil, enclenque, vive solo su apartamento. Hire además de cuidar amorosamente a una docena de hámsteres, se dedica obsesivamente a observar por la ventana todo lo que acontece a sus vecinos. El voyeurismo requiere, para llevarse a cabo de manera aceptable, de un afinado sentido de la vista y aptitudes naturales para la observación. El observador, deducimos, culmina su acto al satisfacer su curiosidad. En cambio el voyeurista, siempre insatisfecho, se mantiene firme en su puesto a la expectativa de nuevos hechos para observar. Hire parece no tener otros problemas urgentes que atender, ni tampoco hinchazón de los pies, siendo capaz de estar parado durante horas mirando fijamente todo lo que se puede ver y elucubrar a través de la ventana de su vecina, la bella Alice (Sandrine Bonnaire). Un relámpago ilumina la noche y ella se percata del rostro pálido de Hire apoyado en la ventana opuesta a la suya. A partir de ese momento comienza a mostrarse deliberadamente, cada vez que se desviste o durante las fogosas visitas de su novio Emile (Luc Thuillier). ¿Será sólo una táctica para contrarrestar la intromisión visual de Hire en su vida? Esto no es todo. También hay un detective de policía (André Wilms) que sospecha de Hire como el asesino que recientemente se ha cobrado como víctima una adolescente. El vecindario también cree que Hire es un degenerado, con lo cual se va configurando como culpable perfecto. Más que en las posibilidades de suspenso o en el misterio del caso, la película se centra en la personalidad de Hire, y salvo puntuales interludios de la joven pareja de novios, percibimos la trama a través de sus ojos. Tal vez por esa razón es que esta versión de "Les Fiançailles de M. Hire" (1933), novela de Georges Simenon, sea en todo sentido más suave que aquella de posguerra, Pánico (1947) de Julien Duvivier, en que el personaje de M. Hire era encarnado por un memorable Michel Simon. Dentro de esta suavidad, la película discurre con interés y ofrece varios hallazgos visuales. El director Patrice Leconte acierta en transmitir el universo perceptivo de su protagonista, no solo permitiendo el lucimiento de Michel Blanc, sino también desgranando las varias capas que cubren la complicada psicología del ser humano.
Fabián Sancho
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